EL ESCRITOR DE PALABRAS CON ECO.            ANATOMÍA DE LA INSOLENCIA 

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EL ESCRITOR DE PALABRAS CON ECO.

HISTORIA DE UN HOMBRE COMÚN 

Historia de un hombre común

Una obra de Jorge Emilio Rios.

Por primera vez, la obra del “escritor de palabras con eco” llegará a España, Reino Unido y Argentina.

Una narración en primera persona que explora la vida tal como la viven quienes rara vez aparecen en los libros: los hombres comunes.


El origen de la historia

Esta obra comenzó a tomar forma a mediados de 2005, en un viejo bar del barrio porteño de Belgrano, en la Ciudad de Buenos Aires. Allí, entre tazas de café y humo de cigarrillo, el protagonista—y autor—observaba, recordaba y escribía:

“Él se sentaba en la cafetería de siempre, fumando, recordando y observando.”

Lo que nació como una costumbre cotidiana terminó convirtiéndose en una narración íntima y, a la vez, universal.


Una vida que refleja muchas

Historia de un hombre común es una muestra histórica y personal. El autor, Jorge Emilio Rios, expone no solo una forma de vida, sino una trayectoria marcada por decisiones, repeticiones y errores —propios y ajenos— que resuenan en quienes también han sentido el peso de casi tres décadas turbulentas.

En estas páginas se retrata el rumbo incierto de un hombre, paralelo al de una nación entera.




Próximamente — 2026

Autor: Jorge Emilio Rios 

Una obra para quienes buscan reencontrarse con lo cotidiano, lo imperfecto y lo profundamente humano.



TRABAJOS ANTERIORES, (Relatos breves)

Lunes, 23 de noviembre de 2015

Café con aroma de mujer

La tarde llega con un olor seco que entra por la ventana, un aroma que se confunde con tantos otros y aun así insiste en querer ser distinto. La siesta mantiene su calma serena y, entre ese sopor suave, la música se cuela en el aire fresco hasta hacerse eco en mis pensamientos.

En la cocina, la tetera hierve. Afuera los pájaros han decidido guardar silencio, como si el tiempo se hubiera detenido para empujarme a un horizonte sin principio ni final: un simple fragmento de un instante perpetuo. Allí, entre una niebla de un verde dorado, las ramas señalan un rumbo —nuevo o conocido, quién sabe. Y a los costados del camino, los postes: tan desordenados que dan la impresión de tener, en el fondo, una estructura casi perfecta. Parecen actores involuntarios de un escenario irónico, caminantes eternos que se mimetizan con el paisaje.

De mis ojos se escapa un sueño.

Es, en suma, otra tarde más en la que decido contar una porción de mi vida para que no se pierda entre tantas. Pero la tiño con ese sentimiento áspero y dulce que trae la alegría ciega ante lo desconocido: un libro recién abierto, un poema aún virgen, una intuición nueva. El aire sigue sonando a melodía, y mis sueños, fieles, vuelan.

Para mí, hacer café es un arte en sí mismo. Cada taza tiene su estilo, su sabor, su manera de nacer. Prepararlo a las corridas es como escribir un poema rápido: generoso, impulsivo, una palabra puesta justo a tiempo. Ignorar su sabor sería casi una falta de respeto, como pasar de largo frente a la última taza de nostalgia, enriquecida con ese gusto que conquista al que se asoma a mis horizontes.

La música del aire continúa. Y cuando uno prepara el café con verdadera calma, al beberlo aparecen unos segundos de satisfacción mezclados con la imagen de un paisaje blanco. Tres cucharadas de azúcar se vuelven letras; el grano amargo, palabras; el agua caliente, argumento; y un chorro frío de leche suaviza lo oscuro, como quien matiza la tinta para no herir con los sentimientos expuestos.

Si tuviera que elegir un objeto que me reflejara, sería el café. No por obsesión, sino por la paz y la melancolía que me despierta. En un guiño casi cómico, se parece al color de mis bombones suizos favoritos; tal vez por eso me identifico con esa mezcla de sabores. Y si continúo por ese camino, podría contar cualquiera de mis historias sobre las múltiples personalidades que conozco —historias que, por cierto, no pienso bautizar con nombres. También podría enumerar lugares que no quiero olvidar: rincones que llenan vacíos, espacios donde me reconozco o descubro aquello que la mayoría pasa por alto.

Todo eso pasó en mis sueños despiertos. Me recuerda a aquella foto de fondo que mencioné alguna vez: un bulevar lleno de árboles y un tren que pasaba cada día. Su ruido, primero sofocante, terminó volviéndose costumbre con el tiempo.

En fin…

Adultos adolescentes, borrachos de sueños; lectores indecisos; poetas triviales; bohemios anónimos. Intento descifrar la incógnita de aquellas tardes y darles un significado —claro, opaco, positivo o negativo— a mis sueños de poeta negligente y vulgar.

Creo que no debería escribir al paisaje de la mujer. Apenas entendía entonces el amor desvanecido en la belleza marchita del olvido, ese sentimiento de conformidad que me empujaba a seguir escribiendo mientras, lentamente, aprendía a leer su paisaje.

Hay quienes creen en el amor a primera vista. Quizás ellos entiendan lo doloroso y asfixiante que resulta saber que no sabes nada de alguien a quien viste apenas unos instantes, en un sueño despierto, y que aun así te deja ese sabor agridulce entre los dientes.

Tocan el timbre.

Tal vez —solo tal vez— sea hora de despertar.

23 de noviembre de 2015

Autor: JE. Rios.

P/D: Dedicado a la ventana de mi vida, a tu amor por mí y a lo recíproco.



El escritor de palabras con eco
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